Que momentos más felices pasamos frente a un plato y unos
cubiertos, o con las manos, compartiendo emociones, palabras, risas, llantos e
infinidad de muestras de nuestro ser más interior, cuando estamos compartiendo
la mesa con nuestros seres queridos. Tal vez de esto ya me abras escuchado
hablar o leer, pero sencillamente, las cosas más bonitas que hacemos nos la habrán
tenido que repetir, no pocas ocasiones, o cuantas lecciones aprendemos gracias
a la repetición. No que yo sea o me sienta alguien, no, simplemente me gustaría
compartir esta verdad otra vez.
Cuanta alegría cuando nuestros pequeños nos muestran sus
sensaciones en la escuela, con los amigos, o en no pocos marcos de
circunstancias de su vida. Pero sinceramente, autoanalizándonos cuanto tiempo
les podemos dedicar a estas emociones, a las sensaciones que nuestros pequeños
nos deseen mostrar, si es por mi vida, ni una pizca lo que realmente me gustaría
que fuese. Y encima cuando estamos juntos tranquilos en paz frente a la mesa,
no son sus emociones, sus sentimientos, no son nuestras palabras, ni nuestros
valores los que imperan. Son los de personas que ni conocemos ni conoceremos jamás.
Mediante la caja tonta, o bien el móvil hoy día, permitimos que estos si entren
en nuestra vida, sin nosotros poder hacer nada. Triste, no lo siguiente.